Foto: Jesús Bonilla Palmeros
Mis recuerdos de Días de Muertos son bien chidos, empezaba todo desde cómo el 25 de octubre, porque había que conseguir la rama tinaja y comprar las cosas para el mole y los tamales, y hacer las canastitas de viruta de madera forradas con papel de china para el altar. A las canastitas le poníamos mandarinas, un pedazo de caña y tecojotes, que ya para entonces comenzaba a haber en el pueblo.
Y mientras los niños hacíamos eso, mi abuelo y mis tíos se ponían a armar el altar, con los escalones y el arco cruzado de rama tinaja. Y mi abuela y mi madre y mis tías comenzaban a moler las pepitas en el metate y los cacahuates para el mole. Mi abuela siempre decía que el mole para los muertos se tenía que hacer a metate y molcajete, que las licuadoras eras para huevonas, así decía.
Y la verdad es que quedaba bien rico, luego el 26 a comprar la flor de muerto, cempasúchil y mano de león, para ponerle color al altar y el papel picado, que lo hacíamos nosotros con figuras medio feas; pero en la papelería comprábamos de ese que hacen con cincel, que tiene a la Catrina o unas calaveras jugando a la lotería.
Bien bonito que nos quedaba el altar, con sus 3 escalones, sus manteles de papel picado, su arco de rama tinaja, todo adornado con cempasúchil y mano de león, y las canastitas colgando unas y otras en la mesa. Se ponían las fotos y las veladoras, la cruz de sal, el pan de muerto, el vaso de agua.
Luego ya el mero 27 a las 12 del día rezábamos el rosario para recibir a los muertos, y se prendía el incienso, se hacía el camino de cempasúchil desde el altar hasta la puerta. Después del rosario se ponía la comida. Cada día se rezaba por algún tipo de muerto: los ahogados, los matados, los que murieron sin bautizo, y luego, el 1 y el 2 de noviembre que eran los días mayores, además del rezo en el altar, visitábamos el panteón.
Pero eso era antes. Cuando todos mis tíos estaban juntos y mis abuelos estaban completos. Luego vino la desgracia. Todo el pinche estado de Veracruz se volvió un campo minado como decía mi má. Donde no te levantaban, nomás te daban de tiros. Ya no había ni para dónde hacerse. Nos enterábamos de amigos, de conocidos, de vecinos, casi todos tenían a alguien muerto o desaparecido, y por lo bajo le dábamos gracias a Dios de que no éramos nosotros. Hasta que fuimos.
Mi tío el mayor desapareció un buen día. Iba saliendo de la universidad, según mi abuela que ese fue su crimen, estudiar para ser alguien. Luego, luego comenzaron a buscarlo, sus amigos distribuían volantes y se dio la alerta a las autoridades –Pinches autoridades que sirven pa’una chingada– eso decía mi abuelo a gritos.
Los días pasaban y se juntaron meses y se juntaron años, como tres. Y el Día de Muertos dejó de ser una fiesta.
El primer año nadie dijo nada, sólo hicieron el altar como por compromiso –Pues si los difuntos no tienen la culpa de nada– decía mi abuela a media voz. Luego el segundo nomás pusieron unas veladoras y rezaron, porque los rezos los escucha Dios y –Quién quita y me devuelven a mi Sergio–
Para el tercer año a mi madre se le ocurrió poner la foto de mi tío en el altar y mi abuela se enmuinó tan fuerte que se le fue la boca chueca. Fue y la quitó.
– ¡Nunca pongas a un vivo entre los muertos! – gritó con una rabia que nunca le había visto en la vida. Mi má lo único que le dijo fue – Ya nos lo quitaron, no vayamos a dejar que nos quiten de uno a uno.
Creo que sabía lo que decía. Mi abuelo no pasó de ese año. Tanto vagar pegando carteles, tanto ir a reconocer cadáveres que nunca eran mi tío, tanto andar encontrando fosas con otros padres igual que él, con sus hijos quién sabe en dónde. Todo eso terminó por matarlo.
– Se lo llevó la rabia – decía mi madre, –el pinche coraje de que en este puto estado todo se lo traga la tierra y no lo escupe nunca.
Desde entonces mi abuela dejó de hablar, sólo murmuraba entre dientes las cosas, sin voz, ni tantita. Y toda mi familia seguía en colectivos y en marchas, porque decían que no había que olvidar a nadie, que algún día los íbamos a encontrar –Vivos o muertos – decía mi madre, –ya sólo queremos un consuelo para terminar– remataba y se le quebraba la voz. Porque ya eran años, muchos y nada que aparecía nadie, al contrario, cada vez era más grande el ejército de desaparecidos.
Y cada Día de Muertos a poner un altar triste y fotos de muertos, y mi abuela a quitar la de mi tío, porque decía que estaba vivo y que seguiría estando. Lo decía entre dientes, bajito. Ya nunca alzaba la voz. Por eso no entendí nada de lo que pasó.
Había salido con unas madres del colectivo, les dijeron que habían encontrado otra fosa, y cuando fueron no las dejaron pasar. Dicen que mi abuela gritó y peleó porque decía que tenía que ver con sus propios ojos si ahí estaba su hijo. No puedo imaginar a mi abuela gritando. Dicen que las otras madres estaban igual. Dicen que ellas empezaron y que a un militar se le escapó un tiro. Dicen muchas cosas. Sólo sé que mi má no me dejó ver a mi abuela y que lloraba en silencio.
A partir de ahí toda la familia se volvió todavía más activista. Anduvimos en cada marcha, hasta de la escuela me sacaron para poder andar del tingo al tango organizando acciones, así les decían mis otros tíos. Y hubo festivales y desplegados en periódicos y más y más colectivos que se organizaban para encontrar a los que habían perdido.
Algunos lo conseguían, aunque fuera un diente o una mano, aunque fuera los zapatos que usó su último día y con eso tenían para terminar. Mi má siempre decía que lo mejor es poder tener un final, que la incertidumbre mata más que la misma muerte.
No sé, sólo sé que quiero volver a mi tío, que quiero a mi abuela y a mi abuelo, que quiero otra vez los Días de Muerto con paz y colorido, con incienso y flor de cempasúchil. Sólo sé que me hace falta eso, que siento un vacío que me desbarata. Que dejé de jugar, que dejé de estar feliz, que tengo miedo.
El último año que estuvimos en una marcha lo tengo borroso. Todo el estado ya estaba harto, había plantones y justicia por propia mano, eso que le dicen linchamientos. Había dolor en todas las familias y la vida no tenía ningún sentido. Ese año fuimos a Coatza, a marchar. Todo pasó como siempre, las consignas, el tomarnos de las manos, el organizarnos en brigadas, el siempre estar atentos por si había detenidos o encapsulados. Pero todo fue tranquilo.
Ya veníamos de regreso, no era tarde, recuerdo que uno de mis tíos venía manejando y mi má venía dormida a mi lado. El frenazo fue bien fuerte y luego los gritos –¡No se bajen! ¡No se bajen! –
–¡Déjalos chingadamadre son mujeres y niños!
–¡Ya se los cargó la chingada!
Y más y más gritos y los brazos de mi madre apretándome bien fuerte. Luego el silencio.
***
Hoy nos reunimos todos en la vieja casa de los abuelos, como antes, con el altar y el papel picado, con el arco de rama tinaja y las flores, con las canastitas de fruta y el incienso.